Mis viejos despidieron a un compañero:
Agarro el teléfono y los llamo, quiero saber cómo están: cómo se sienten, cómo van viviendo éste momento. Invirtiendo temporariamente los roles, yo (34), quiero asegurarme de que pueden hacer lo que están haciendo.
Mi vieja (56) se oye exhausta y emocionada, como quien vuelve de un casamiento. Mi viejo (55) está un poco ronco. Ya están en el colectivo que los lleva de regreso a Mar del Plata.
Me cuentan cómo esperaron el paso del cortejo fúnebre que llevaba el cajón de Néstor hacia Aeroparque, bajo la lluvia y con un poco más de tres horas de demora. ¨No sabés lo emocionante que fue”, me dice ella. ¨En un momento sin darnos cuenta pasamos la valla y empezamos a correr detrás del coche¨ respira y hace una pausa, sorprendida ella misma con lo que me está contando. ¨Era cómo... era cómo que no podíamos dejarlo ir¨.
Hablamos más, seguro, soy digno hijo de mis padres y a los dos se les dá por la palabra. Pero a mí que quedaron repiqueteando esas imágenes. Y entendí recién un rato más tarde por qué mis viejos no podían soltar ése momento: la partida del auto en el horizonte de manos, banderas y policías se llevaba en un suspiro el final de un entierro que se había demorado 34 años. Mis viejos, por fin, acaban de despedir a un compañero.
No era quien se había plantado junto a ellos 36 años atrás para impedir que un camión atravesara una calle repleta de manifestantes; no habían compartido mates ni arroces escuálidos; no habían militado juntos durante años, a través de discusiones, hijos, ciudades, alegrías y desconsuelos.
No le habían guardado un bolso con fierros bajo la cama del ¨comedor¨. No se habían peleado a los gritos por el futuro de Montoneros. No lo habían pasado a través de un cerrojo policial escondido en el asiento de atrás bajo unas camperas.
No les había dejado puesta en el Winco una canción de Miguel Abuelo que rezaba en el estribillo ¨Mi amigo ya partió¨. No era ni su hermano, ni su cuñado. No lo habían visto, como tantas, tantas veces, desaparecer.
Sin embargo esta vez y por única vez; él era.
Y después de años de llorarlo, de extrañarlo, de soñarlo, de buscarlo, de verlo, de olerlo, de perderlo de nuevo en las temibles zonas fallidas de la memoria, de entenderlo, de no saberlo, de leerlo, de reconstruirlo en los relatos de los que sobrevieron, de sentirlo en el Faro, en la playa y en todos los putos mares del mundo, ellos le habían dado un entierro.
No había sido un entierro común. Miles de personas lograron despedirse. Y habían esperado por horas bajo el sol o la lluvia o ambos para pasar unos segundos frente a la viuda y el cajón. Lo habían saludado con cartas, con flores, con banderas, con marchas, con gritos quebrados que rompían los ojos tras los lentes negros, con la más maravillosa música, con manos que tocaban la pantalla de la tele y llevaban suspiros a miles de kilómetros de distancia. Lo habían saludado con infinita belleza y con bajeza zoológica. Lo habían saludado sus seguidores, sus detractores, los ciervos, los hermanos, los hipócritas, los roedores, las serpes y todas las palomas de Plaza de Mayo. Lo habían despedido cientos de miles de lágrimas y otras tantas gotas de lluvia. Y repito, increíblemente, maravillosamente, lo habían despedido
Después de 34 años, mis viejos despidieron a un compañero.
Mariano Díaz
Familiares Mar del Plata
gracias por compartirla!
Agarro el teléfono y los llamo, quiero saber cómo están: cómo se sienten, cómo van viviendo éste momento. Invirtiendo temporariamente los roles, yo (34), quiero asegurarme de que pueden hacer lo que están haciendo.
Mi vieja (56) se oye exhausta y emocionada, como quien vuelve de un casamiento. Mi viejo (55) está un poco ronco. Ya están en el colectivo que los lleva de regreso a Mar del Plata.
Me cuentan cómo esperaron el paso del cortejo fúnebre que llevaba el cajón de Néstor hacia Aeroparque, bajo la lluvia y con un poco más de tres horas de demora. ¨No sabés lo emocionante que fue”, me dice ella. ¨En un momento sin darnos cuenta pasamos la valla y empezamos a correr detrás del coche¨ respira y hace una pausa, sorprendida ella misma con lo que me está contando. ¨Era cómo... era cómo que no podíamos dejarlo ir¨.
Hablamos más, seguro, soy digno hijo de mis padres y a los dos se les dá por la palabra. Pero a mí que quedaron repiqueteando esas imágenes. Y entendí recién un rato más tarde por qué mis viejos no podían soltar ése momento: la partida del auto en el horizonte de manos, banderas y policías se llevaba en un suspiro el final de un entierro que se había demorado 34 años. Mis viejos, por fin, acaban de despedir a un compañero.
No era quien se había plantado junto a ellos 36 años atrás para impedir que un camión atravesara una calle repleta de manifestantes; no habían compartido mates ni arroces escuálidos; no habían militado juntos durante años, a través de discusiones, hijos, ciudades, alegrías y desconsuelos.
No le habían guardado un bolso con fierros bajo la cama del ¨comedor¨. No se habían peleado a los gritos por el futuro de Montoneros. No lo habían pasado a través de un cerrojo policial escondido en el asiento de atrás bajo unas camperas.
No les había dejado puesta en el Winco una canción de Miguel Abuelo que rezaba en el estribillo ¨Mi amigo ya partió¨. No era ni su hermano, ni su cuñado. No lo habían visto, como tantas, tantas veces, desaparecer.
Sin embargo esta vez y por única vez; él era.
Y después de años de llorarlo, de extrañarlo, de soñarlo, de buscarlo, de verlo, de olerlo, de perderlo de nuevo en las temibles zonas fallidas de la memoria, de entenderlo, de no saberlo, de leerlo, de reconstruirlo en los relatos de los que sobrevieron, de sentirlo en el Faro, en la playa y en todos los putos mares del mundo, ellos le habían dado un entierro.
No había sido un entierro común. Miles de personas lograron despedirse. Y habían esperado por horas bajo el sol o la lluvia o ambos para pasar unos segundos frente a la viuda y el cajón. Lo habían saludado con cartas, con flores, con banderas, con marchas, con gritos quebrados que rompían los ojos tras los lentes negros, con la más maravillosa música, con manos que tocaban la pantalla de la tele y llevaban suspiros a miles de kilómetros de distancia. Lo habían saludado con infinita belleza y con bajeza zoológica. Lo habían saludado sus seguidores, sus detractores, los ciervos, los hermanos, los hipócritas, los roedores, las serpes y todas las palomas de Plaza de Mayo. Lo habían despedido cientos de miles de lágrimas y otras tantas gotas de lluvia. Y repito, increíblemente, maravillosamente, lo habían despedido
Después de 34 años, mis viejos despidieron a un compañero.
Mariano Díaz
Familiares Mar del Plata
gracias por compartirla!
1 comentario:
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tajuanchita@gmail.com
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